Ángel Ávila , con lugar prominente entre los destacados cantores del llano venezolano, en mi apreciación muy particular, es el más grande de todos los tiempos. Nunca antes un nombre ha estado tan ajustado a la misión de quien lo lleva, como en el caso suyo, porque Ángel, precisamente, significa mensajero. Mensajero de versos hermosos, cantos telúricos sublimes y coplas amorosas dedicadas a la vida de la sabana. Su voz excepcional ha rendido culto a Orfeo con casi trescientos poemas, la mayoría de los cuales le pertenecen. Cada una de las interpretaciones, provenientes de su pluma, es producto de una realidad trabajada líricamente a través de la inspiración onírica. Primero está el hecho cotidiano ante sus ojos. Luego la música. Porque Ángel lo afirma categóricamente: “Si logro la música, cual campanas en mi cabeza, la letra me viene fácil.”. El proceso creativo continúa con un cuaderno y un lápiz al lado de la cama a la espera de la visita nocturna de las musas. Cualquier amanecer puede ser testigo de varias cuartillas de metáforas felices. Así nacieron muchas canciones en los tiempos del disco fonográfico de 45. Por ejemplo, “Lamento del canoero” ( 1969), su primer gran éxito inesperado, porque sólo era el respaldo de “Corazón no llores más”, surgió de un cuadro amoroso banal: en Cabruta, un señor criticaba e instaba a su sobrina a resolver sus cuitas del corazón, de un una vez por todas, marchándose con su amante en una pequeña embarcación a través de las olas enfurecidas del Orinoco.
Es decir, cada pieza musical suya refleja un acontecimiento, tal vez trivial, pero que al ser reelaborado bajo el prisma de las alegorías se transforma en una porción literaria. “El día de tu matrimonio”, suerte de triángulo freudiano amoroso, el hecho real es desplazado para ser contado de una manera idealmente romántica.
Por otro lado, “Si muero en tierra lejana” tiene la impronta, elegíaca y elegante, de Lazo Martí. “El borracho” es la mejor para encontrarse con Baco; y por último, “Mi bonito araguaney”, la recordaremos siempre con alegría y tristeza, porque Bárbara Clemencia, la Eurídice de Urachiche, afirmaba con orgullo que Ángel se la había dedicado especialmente.